Pocas veces un teatro bilbaíno ha acogido una celebración tan descaradamente festiva y participativa como la que estos días se ha vivido en el Teatro Arriaga. El legendario musical The Rocky Horror Show, de Richard O’Brien, ha recalado en Bilbao con su producción original londinense, dirigida por Christopher Luscombe, y ha llenado prácticamente todas las representaciones. Lo que ocurre en el interior del Arriaga tras el apagón de luces trasciende lo teatral: es un ritual de culto, un homenaje a la diferencia y una explosión de energía rockera que contagia incluso al más escéptico.
Estrenado en 1973 en el Royal Court Theatre de Londres, The Rocky Horror Show ha recorrido más de 30 países y se ha traducido a una veintena de idiomas. Medio siglo después, continúa siendo un fenómeno cultural que combina humor, travestismo, ciencia ficción, música en directo y libertad identitaria. En Bilbao, el público lo ha recibido con entusiasmo reverencial. Muchos asistentes acudieron caracterizados como los personajes del musical —Frank’n’Furter, Magenta, Columbia o el propio Brad—, una costumbre arraigada entre los devotos de esta obra que añade una capa extra de color y complicidad al espectáculo.
Un clásico que no envejece
La historia, tan conocida como delirante, arranca con los ingenuos universitarios Brad y Janet, cuya noche se tuerce al averiarse su coche frente a una mansión poblada por excéntricos personajes. Allí conocerán al seductor y carismático Dr. Frank’n’Furter, un científico travestido que está a punto de dar vida a su criatura perfecta. Entre canciones, baile y caos, la pareja descubrirá un mundo donde los límites morales y sexuales se desdibujan.
El argumento, inspirado libremente en Frankenstein, es solo el punto de partida de una experiencia sensorial en la que lo narrativo importa menos que la energía escénica. El elenco de 15 intérpretes —el mismo que actualmente actúa en el West End— ofrece un rendimiento sobresaliente, combinando precisión coreográfica con un desparpajo que recuerda el espíritu irreverente del rock de los cincuenta y sesenta.
La música en directo, a cargo de The Rocky Horror Band, situada en la parte superior del escenario, aporta un vigor esencial al montaje. El sonido, brillante y poderoso, mantiene el pulso constante del espectáculo y convierte cada número —de Damn it, Janet a Sweet Transvestite o Time Warp— en un himno que el público corea con entusiasmo.
El público, un personaje más
Una de las singularidades del musical es la participación activa del público, que responde a los guiños del narrador, aplaude, canta y celebra cada aparición de los personajes icónicos. En Bilbao, esa implicación fue especialmente visible: la platea se convirtió en una extensión del escenario, y los espectadores disfrazados aportaron una sensación de comunidad casi performativa. Más que una función teatral, The Rocky Horror Show es una ceremonia compartida.
Los subtítulos en euskera y castellano, proyectados a ambos lados del escenario, facilitaron el seguimiento de la trama sin interferir en la experiencia original, que se desarrolla íntegramente en inglés. Esa decisión refuerza la autenticidad del montaje, fiel al espíritu británico del original y a su estética camp, entre el glam rock y la comedia de terror.
Una fiesta que celebra la diferencia
En su quinta década de vida, el musical mantiene intacta su vigencia. Su defensa de la diversidad y su celebración del deseo siguen resultando frescas en tiempos en los que la cultura pop tiende a la homogeneización. Lo que en los años setenta fue un gesto de provocación, hoy se recibe como una reivindicación festiva de la libertad de ser. Esa persistencia explica que nuevas generaciones continúen sumándose a su culto y que sus canciones sigan sonando como himnos de emancipación.
El montaje actual conserva el tono desenfadado y el ritmo frenético del original, pero añade un acabado técnico que multiplica su impacto visual: luces intensas, escenografía móvil, vestuario brillante y un control perfecto de los tiempos cómicos. Cada número se percibe como una pieza autónoma dentro de una gran celebración del exceso.
Bilbao, un laboratorio del placer
La visita de The Rocky Horror Show al Arriaga ha supuesto algo más que la reposición de un clásico: ha convertido el teatro en un espacio de libertad lúdica, un refugio temporal donde el humor y el desenfreno son parte del mensaje. En una ciudad que cuida su programación musical y escénica, este espectáculo ha ofrecido una dosis necesaria de irreverencia y humor queer, sin perder un ápice de sofisticación.
Tras el éxito en Bilbao, el musical seguirá su gira por distintas ciudades europeas, pero su paso por el Arriaga deja una huella especial. El público respondió con ovaciones prolongadas, parte por admiración y parte por gratitud: pocas veces un escenario clásico acoge con tanta naturalidad la transgresión.
Al salir del teatro, aún resonaba en las escalinatas el estribillo inevitable: Let’s do the Time Warp again! Quizá ese sea el verdadero poder de The Rocky Horror Show: recordarnos, una y otra vez, que el espectáculo —como la vida— mejora cuando se vive sin miedo al ridículo y con ganas de bailar.
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