Desde el primer instante, el público evidenció que aquello iba a ser un acontecimiento. Tras cada tema, la sala se ponía en pie en una ovación unánime, como si cada uno fuera un pequeño final de fiesta. Raphael, sin una sola pausa y sin descanso alguno, enlazó 26 temas consecutivos, uno tras otro, con una energía que desafía cualquier lógica escénica. Raphael posee un control vocal enorme, una dicción muy marcada y un vibrato característico. Por otro lado, su capacidad para dosificar el aire, sostener notas y teatralizar silencios confirma que sigue siendo uno de los grandes intérpretes escénicos en lengua española, un actor total de las historias que canta.
Raphael llegó acompañado de una banda de diez fantásticos músicos que dieron brillo a un espectáculo sin fisuras. Hay que subrayar la labor de los técnicos, responsables de un sonido impecable, una mezcla pulida y una voz siempre nítida y bien posicionada. El Euskalduna ofreció una acústica de gran limpieza y claridad.
En consecuencia, la voz de Raphael sonó transparente y clara en medio de tan semejante conglomerado de instrumentos, proyectándose siempre por encima de la banda sin perder matices ni calidez.
El repertorio fue un viaje emocional que unía pasado y presente. Temas del ayer que permanecen hoy y serán eternos, revisitados con sensibilidad y nuevos matices. Desde los momentos más íntimos hasta los himnos del imaginario colectivo, el concierto avanzaba en intensidad, creciendo tema tras tema. En “Mi gran noche” estalló la celebración; en “Estar enamorado”, el recinto entero ondeó las manos como en una liturgia contemporánea; y en “Qué sabe nadie”, Raphael alcanzó un estado interpretativo sublime.
Hubo también espacio para el Raphael más flamenco y con espíritu de tango, esa raíz híbrida que emerge en inflexiones, fraseos y gestualidades. “Malena” sonó con poso rioplatense; “Que nadie sepa mi sufrir” lo convirtió en un pequeño musical íntimo, bailando solo, juguetón; y “En carne viva” fue una tragedia escénica que atrapó al público como si el escenario se transformara en un obra de artes escénicas.
En el tramo final, Raphael se mostró visiblemente emocionado en los últimos temas, dejando entrever una vulnerabilidad que hizo aún más profunda la conexión con la sala. Esa emoción contenida, casi ceremonial, terminó de sellar una noche que ya era especial.
Pero lo más poderoso de la velada fue la gran comunión con el público. La relación entre Raphael y sus seguidores es profunda, transversal, casi familiar. Se nota que es un artista muy querido, capaz de unir a niños, jóvenes, veteranos y visitantes extranjeros en un mismo latido. Todos reaccionaban igual: con entrega absoluta.
Cuando se retiró del escenario, lo hizo con la serenidad de quien sabe que ha ofrecido una noche memorable. El auditorio permaneció de pie, aplaudiendo largo rato, celebrando no solo el concierto, sino la presencia viva de un artista irrepetible.
Raphaelísimo no es solo una gira: es la reafirmación de una vigencia indiscutible, una demostración de maestría y una celebración de la emoción como lenguaje universal. Una noche que vuelve a colocar a Raphael en la cúspide, demostrando que sus temas, los de ayer, hoy y mañana, siguen vivos porque él los habita como nadie.
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